[…En
mi mente todavía resuena el sonido de la lluvia estrellándose contra el suelo,
la melodía de los pequeños riachuelos que se formaban en aquellas calles
angostas e irregulares y el silencio humano. Porque cuando llueve dejamos de oírnos
mutuamente para escuchar el sonido de la naturaleza en su máximo esplendor. Os
puedo asegurar que la lluvia en aquel pueblo medieval no es, ni por asomo, como
la de vuestros pueblos…]
…Oía el tintineo de las
gotas aterrizando sobre el ventanuco cuadrado del desván. Un haz de luz
grisácea iluminaba la estancia, nada más. Podía ver el polvo de cientos de años
revoloteando sin rumbo por la habitación. Mi guarida. Mi habitación oculta a
más de 500 kilómetros de casa. Y así me sentía yo, lejana a todo lo cercano. Cercana
a todo lo lejano. Hacía años que nadie entraba allí y olía a viejo, humedad
y abandono. Y por eso me gustaba. Solía sentarme en un baúl y probarme sombreros
de copa antiquísimos, saludar al aire tendiendo la mano caballerosamente, solía
jugar con mi reflejo en el espejo de madera de roble que perteneció a mi tatarabuela,
solía probarme vestidos de antepasados que tenían más polvo que lentejuelas y
flecos. Me hacía llamar la Marquesa del
Álamo, y con zapatos de charol, varios números más grandes, paseaba por todo
el desván, imaginando ser anfitriona de envidiables cócteles y recepciones,
sonreía con la punta de los dedos cuidadosamente colocada sobre los labios,
hacía reverencias a mis invisibles invitados y removía el polvo del suelo
mientras bailaba con copas de champán en la mano. Revivía la historia de
aquella casa centenaria. Cuando me cansaba, lo guardaba todo cuidadosamente y
pasaba a examinar fotos en blanco y negro. Ventanas al pasado olvidadas en el
suelo, reposando sobre una pared.
Era feliz. Era una niña.
Pero aquel día escuché
algo que nunca antes había escuchado. Un sonido rítmico y repetitivo. Tic, tac,
tic, tac…Busqué durante varios interminables minutos en los que el sonido
crecía cada vez más. Abrí baúles, moví cuadros, aparté cajas y, por fin,
apareció. Dentro de un estuche marrón de piel encontré el mayor tesoro que
había entre tantos trastos viejos. Un reloj de cuerda, tan preciso que podía
escuchar, si prestaba la atención necesaria, todos sus engranajes en
movimiento. Corrí escaleras abajo, empujé el portón y me apresuré calle arriba,
hasta el paseo de la Alameda, reloj en mano. Me senté un banco tan alto que los
pies me colgaban y los mecía lentamente en el aire. Había dejado de llover y yo
había encontrado un tesoro.
…
Me cubrí con la capucha
la cabeza, bajé del coche y me dirigí hacia el gran portón de madera grabada
con el escudo de mi familia, empujé y unas escaleras de madera se abrieron paso
ante mis ojos. Seguían igual de viejas como las recordaba. Miré hacia arriba,
el gran ventanal, que seguía teniendo un cristal roto, fruto del paso del
tiempo, y sonreí al ver que el cielo era de color gris. Justo como aquel día.
Lentamente recorrí todos los rincones de aquella casa, rincones que escondían
historias, pues además de casa, antaño fue la consulta médica de mi bisabuelo.
Subí, acompañada por el crujido de la madera, las escaleras hacia mi guarida,
después de tantos años. La misma luz alumbraba la pequeña habitación llena de
tesoros, pero yo solo buscaba uno en concreto, que recordaba perfectamente.
Agarré el estuche de piel y corrí escaleras abajo. Esta vez no me dirigía a la
Alameda, esta vez el camino era algo más largo. Empezó a llover tan fuerte que
el agua dificultaba el paso por las estrechas y mal pavimentadas calles. Con
más esfuerzo del habitual, llegué al castillo, ahora convertido en parador. Un
grupo de turistas, refugiándose de la lluvia me miró curioso. Pasé por su
lado a paso ligero, dejando pequeños charcos de agua por donde pisaba. No me
importaba. Subí las largas y pequeñas escaleras de caracol hasta la torre más
alta. Llegue a la muralla y sin detenerme corrí hasta una piedra que
sobresalía. Subí encima, abrí el estuche, saqué el reloj, le di cuerda y con
los ojos cerrados escuché una última vez su rítmico tic tac. Aún con los ojos
cerrados, lo lancé al vacío.
Igual sí que es verdad
que estoy un poco majareta, igual es verdad que perdí el rumbo de mi vida,
igual es verdad que me dejaba llevar, cual marioneta. Pero lo que sí era verdad
es que había perdido todo aquello que un día me importó. Llorando, vi como el
reloj se hacía añicos contra una de las rocas y el agua arrastraba todos sus
engranajes. Justo como mi corazón. El tic tac del reloj moviendo las
agujas. El pum, pum de mi corazón bombeando sangre. El primero desapareció, el
segundo se aceleró. Uno sustituyó al
otro.
Lancé
el reloj porque las horas ya no me importaban. Porque el paso del tiempo ya no podía
hacerme más daño. Porque las heridas eran tan profundas que ni el tiempo era
capaz de curarlas. Así que decidí vencerlo, a mi manera.
Ahora solo queda
esperar…Esperar a morir, esperar a vivir. ¿Qué más da?