Y mientras estallaba la guerra tras nuestras ventanas,
nosotros librábamos nuestra propia batalla, cuerpo a cuerpo, sin más armas que
unos besos y nuestras respiraciones agitadas convertidas, en ocasiones, en
gemidos. Los cristales temblaban al mismo tiempo que nuestras anatomías. A
decir verdad, no recuerdo si se oían los bombardeos de la calle, solo recuerdo
las explosiones en mi interior. Debía hacer mucho frío por cómo se erizaba mi
piel, pero solo recuerdo un calor abrasante que me ahogaba, impidiéndome producir
sonido alguno. Mis manos, anhelantes de un último roce antes del final,
buscaban ese calor. Mis labios encontraron un fuerte donde esconderse, presos
por el pánico. Íbamos a ganar esta batalla o morir en el intento. Y esa muerte
no iba a ser tan amarga ya que lo último que haríamos en esta vida sería tocar
el cielo.
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