sábado, 28 de septiembre de 2013

Bum, bum. Tic, tac.

[…En mi mente todavía resuena el sonido de la lluvia estrellándose contra el suelo, la melodía de los pequeños riachuelos que se formaban en aquellas calles angostas e irregulares y el silencio humano. Porque cuando llueve dejamos de oírnos mutuamente para escuchar el sonido de la naturaleza en su máximo esplendor. Os puedo asegurar que la lluvia en aquel pueblo medieval no es, ni por asomo, como la de vuestros pueblos…]

…Oía el tintineo de las gotas aterrizando sobre el ventanuco cuadrado del desván. Un haz de luz grisácea iluminaba la estancia, nada más. Podía ver el polvo de cientos de años revoloteando sin rumbo por la habitación. Mi guarida. Mi habitación oculta a más de 500 kilómetros de casa. Y así me sentía yo, lejana a todo lo cercano. Cercana a todo lo lejano. Hacía años que nadie entraba allí y olía a viejo, humedad y abandono. Y por eso me gustaba. Solía sentarme en un baúl y probarme sombreros de copa antiquísimos, saludar al aire tendiendo la mano caballerosamente, solía jugar con mi reflejo en el espejo de madera de roble que perteneció a mi tatarabuela, solía probarme vestidos de antepasados que tenían más polvo que lentejuelas y flecos. Me hacía llamar la Marquesa del Álamo, y con zapatos de charol, varios números más grandes, paseaba por todo el desván, imaginando ser anfitriona de envidiables cócteles y recepciones, sonreía con la punta de los dedos cuidadosamente colocada sobre los labios, hacía reverencias a mis invisibles invitados y removía el polvo del suelo mientras bailaba con copas de champán en la mano. Revivía la historia de aquella casa centenaria. Cuando me cansaba, lo guardaba todo cuidadosamente y pasaba a examinar fotos en blanco y negro. Ventanas al pasado olvidadas en el suelo, reposando sobre una pared.
  Era feliz. Era una niña.

 Pero aquel día escuché algo que nunca antes había escuchado. Un sonido rítmico y repetitivo. Tic, tac, tic, tac…Busqué durante varios interminables minutos en los que el sonido crecía cada vez más. Abrí baúles, moví cuadros, aparté cajas y, por fin, apareció. Dentro de un estuche marrón de piel encontré el mayor tesoro que había entre tantos trastos viejos. Un reloj de cuerda, tan preciso que podía escuchar, si prestaba la atención necesaria, todos sus engranajes en movimiento. Corrí escaleras abajo, empujé el portón y me apresuré calle arriba, hasta el paseo de la Alameda, reloj en mano. Me senté un banco tan alto que los pies me colgaban y los mecía lentamente en el aire. Había dejado de llover y yo había encontrado un tesoro.


Me cubrí con la capucha la cabeza, bajé del coche y me dirigí hacia el gran portón de madera grabada con el escudo de mi familia, empujé y unas escaleras de madera se abrieron paso ante mis ojos. Seguían igual de viejas como las recordaba. Miré hacia arriba, el gran ventanal, que seguía teniendo un cristal roto, fruto del paso del tiempo, y sonreí al ver que el cielo era de color gris. Justo como aquel día. Lentamente recorrí todos los rincones de aquella casa, rincones que escondían historias, pues además de casa, antaño fue la consulta médica de mi bisabuelo. Subí, acompañada por el crujido de la madera, las escaleras hacia mi guarida, después de tantos años. La misma luz alumbraba la pequeña habitación llena de tesoros, pero yo solo buscaba uno en concreto, que recordaba perfectamente. Agarré el estuche de piel y corrí escaleras abajo. Esta vez no me dirigía a la Alameda, esta vez el camino era algo más largo. Empezó a llover tan fuerte que el agua dificultaba el paso por las estrechas y mal pavimentadas calles. Con más esfuerzo del habitual, llegué al castillo, ahora convertido en parador. Un grupo de turistas, refugiándose de la lluvia me miró curioso. Pasé por su lado a paso ligero, dejando pequeños charcos de agua por donde pisaba. No me importaba. Subí las largas y pequeñas escaleras de caracol hasta la torre más alta. Llegue a la muralla y sin detenerme corrí hasta una piedra que sobresalía. Subí encima, abrí el estuche, saqué el reloj, le di cuerda y con los ojos cerrados escuché una última  vez su rítmico tic tac. Aún con los ojos cerrados, lo lancé al vacío.
Igual sí que es verdad que estoy un poco majareta, igual es verdad que perdí el rumbo de mi vida, igual es verdad que me dejaba llevar, cual marioneta. Pero lo que sí era verdad es que había perdido todo aquello que un día me importó. Llorando, vi como el reloj se hacía añicos contra una de las rocas y el agua arrastraba todos sus engranajes. Justo como mi corazón. El tic tac del reloj moviendo las agujas. El pum, pum de mi corazón bombeando sangre. El primero desapareció, el segundo se aceleró. Uno sustituyó al otro.


Lancé el reloj porque las horas ya no me importaban. Porque el paso del tiempo ya no podía hacerme más daño. Porque las heridas eran tan profundas que ni el tiempo era capaz de curarlas. Así que decidí vencerlo, a mi manera.


Ahora solo queda esperar…Esperar a morir, esperar a vivir. ¿Qué más da?